ENTRE CEREZAS...

Entre cerezos. Entre cerezos amanezco, soñando con enormes cerezas en enormes racimos, que repiquetean en el cubo que cuelga de mis hombros al caer, mientras mis dedos intentan de manera acelerada separar estas enormes cerezas dispuestas en sus enormes racimos del cerezo que las crió y alimentó durante tantos días, para, que en unos minutos, quizás horas, el colectivo de pickers, cual huracán de falanges y escaleras, despoje de todo retoño a los árboles madre. Intenta subir y bajar de la escalera, lo más rápido posible, sin poner en riesgo tus muñecas, tobillos y espinillas por una caída desafortunada. Intenta mover tus dedos y brazos como un rayo para que las cerezas toquen redoble de tambor en el fondo del cubo, en lugar de una triste y lenta marcha fúnebre, señal de que el día no reportará el pingüe beneficio que te propusiste recaudar ese día, cuando, a las cuatro y media de la mañana, el despertador sonó para anunciarte que un nuevo día de colecta estaba a punto de zarpar, que corrieras, acabaras rápido tus tostadas, y montaras en tu bicicleta, llegando pronto al orchard de cerezos, para luchar por una escalera, y el destino entonces te regalaría un buen árbol, maná de los pickers en el verano del valle de Okanagán en la Columbia Británica de las tierras del norte de América, donde los rostros pálidos izan una bandera con franjas rojas y blancas con una hoja otoñal de arce colocada en su centro, y lo hacen llamar CANADÁ.

Y se acaban las cerezas, y las ramas de los cerezos descansan, hasta el verano siguiente, de la mara de gentes que sobre ellas se deslizarón. Y desmontas a Retales, la preparas para el siguiente capítulo de este viaje juntos. Si con suerte arrancas a la primera, entonces, estarás preparado para ir en busca del nuevo campo de cerezas, siempre al norte del anterior. El verano avanza hacia tierras donde la aurora boreal reina en las interminables noches inviernales, y tú, como si formaras parte de una manada salvaje, como si fueras un miembro de la tribu de los cereceros, cazador recolector desde hace miles de años, recuerdas lo que un día te hizo abandonar África en busca tierras fértiles surcadas por cursos de agua, y sigues el madurar del paisaje, y el refrán que pregona que uno ha de estar en el lugar adecuado en el momento adecuado, comienza a dar sentido a tu vida, al menos durante estos meses de vida nómada.
Nomadismo. Nomadismo no solo físico. No es solo tu cuerpo el que se mueve. Es tu mente, la que no para de viajar, y te pide establecerte, pero, como nómada, no debes crear lazos de amistad demasiado fuertes como para que te retengan en tu siguiente movimiento en la partida. Pero inevitablemente, la mente es como una semilla, y cuando siente el calor y el arropo, germina, echando primero raíces, que son las que le atarán y le impedirán viajar a otro lugar donde encontrar más calor y compañía, pues la convivencia con otros, puede apagar el fuego que con tanto candor comenzó fruto de la novedad.

Y entonces, recuerdas tu ciudad, tu paisaje, el calor de la gente que quieres. Comidas y sobremesas, las cañas en las noches de verano acompañadas por una buena tapa. Tantas cosas que es mejor no enumerar en un papel, ni siquiera en la virtualidad de una pantalla de ordenador, porque si no, te darías cuenta de cuantas cosas dejaste en el camino. Y todo lo nuevo dejaría de tener cabida. ¿Debes olvidar? No; pero si poner a buen recaudo tus recuerdos, para dejar que otras sensaciones tengan cabida en nuestro mortal cuerpo y en nuestra finita vida.
Estas son algunas conclusiones, reflexiones, no por obvias banales, a las que he llegado tras estas semanas de vida campesina en la pensión Retales, palacio onírico para aquellos que sufren las incomodidades de vivir bajo un techo de nylon. Sin siquiera un hornillo y un cazo para poder hacer un poco de pasta y probar la comida caliente, muchas veces viven en condiciones, que en fin, distan kilométricas distancias de mi idea de felicidad. Y yo lo observo desde la ventana de mi palacio, y me siento en parte afortunado, en parte afligido por el contraste que supone ver una selva frente a un desierto de comodidades en apenas unos metros, y al fin y al cabo son compañeros de trabajo, algunos incluso buenos amigos. Y querrías apadrinar a todos los pickers, meterlos a todos en tu palacio de chapa y pintura, pero te das cuentas que no es una buena idea. Que es mejor así como está. Porque la rivalidad podría romper el frágil equilibrio en esta convivencia marcada por la precariedad laboral, higiénica y alimentaria en la que sin querer te ves metido mientras juntas una buena lana en poco tiempo con el sol como testigo de primera línea, marcando el comienzo y el final de cada jornal de trabajo.

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